mataría por una máquina gorgeante
3.
En el local dentro de Las Torres de Limatambo (sucio, bullicioso) donde Roxana, Miriam y yo conversamos, ponen música que es Nueva Ola durante toda la tarde. Cerca de las seis, nosotras sostenemos con fuerza vasos de cerveza helada mientras alrededor nuestro hay viejos tíos de cabelleras hundidas, y voces estereofónicas que por momentos hablan de Roxana y de Miriam como si fueran valiosas piezas de sexo (a pesar de su mal aspecto, y el sol, ¿o es precisamente por sus ojeras y por su piel blanca y resinosa?) y solo después de breves minutos de desconcierto y de intoxicación, reconozco entre conversaciones absurdas la voz gangosa de César Hichicaua que sale del viejo aparato del tipo, que en este instante atiende la mesa y se ríe. Y yo, mientras tanto, les digo a Roxana y a Miriam que todo va bien, que de seguro son Los Doltons y que ciertamente estamos a salvo en un lugar como este.
- Pero qué lugar tan horrible -balbucea Roxana, mientras sorbe otra vez su vaso y nos mira.
Miriam se ríe. Y después me lanza una de aquellas miradas que me ponen la piel de gallina, y tengo que cruzar las piernas.
Luego, Roxana agrega:
- Tú no lo sabías, Lili -señalándome con uno de los dedos que mantiene firmes, mientras bebe su cerveza helada y fuma-. Pero yo tenía mucho frío, demasiado frío -eructa, despidiendo una bola de humo por su boca, y otra vez balbucea- y estaba con resaca... -se tambalea, hace un par de movimientos, y después se cae- estaba terriblemente mal a las cinco y media de la mañana -dice-, la única maldita hora en todo el día donde los vientos huracanados del sur se cuelan hasta llegar a la ventana de tu segundo piso en Breña... -Miriam y yo nos miramos, aguardamos con los ojos muy abiertos y después Roxana nos hace temblar- Pensé que habría un ventilador, ya sabes, en tu sala, o en tu cocina, o en el comedor de tu casa, en fin... en alguna parte, pero no -Roxana grita- ¡no había nada! -Aguarda un segundo y después continúa- Me levanté del piso como pude, Dios mío, no era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa, pero tenía esa sensación...
Hay un segundo de completo y absurdo silencio en la que todos en el local aguardan inmóviles. Miriam sonríe lo más que puede, y se ríe. Coloco mi mano en una de las piernas de Miriam. Roxana sujeta aquella papelina llena de cocaína y se la lleva al baño de prisa. ¿Estaría incómoda? Le pregunté a Miriam si ella tendría sexo con nosotras.
Miriam rió:
- ¡Pero qué dices Lili!-Retiró mi mano, y agregó- ¿Me estás jodiendo, no?
Pensé un segundo en ello.
- ¡No!... ¡tú eres la que me está jodiendo!
Intenté estamparle un beso, pero eso no funcionó. Pude sentir bien que algunos de los tíos volteaban a mirar la escena conmovidos. Podía ver ese brillo en los ojos castaños de Miriam. Me erguí. Escabullí mis dedos dentro de su faldita veraniega.
- No llevas calzón... -murmuré-, eres un perra.
Miriam me enseñó sus dientes. Cruzó ambas piernas y esperó a que Roxana regresara por lo que quedaba de cerveza.
- El último sorbo siempre es el peor -increpé.
Entonces me puse a hablarles de sexo, y les recordé aquella vez cuando estábamos viendo películas mientras caían bombas en Sarajevo. Ambas me miraron extrañadas. Roxana dijo en voz alta:
- Oye, Miriam, creo que tu amiguita se me está insinuando.
A lo que Miriam dijo:
- No me digas nada. Yo ni siquiera llevo bragas.
Roxana nos hizo una de aquellas bromas extrañas.
- Hay que tomarle fotos a nuestras peludas vaginas, vamos. ¿Qué dicen?
- ¿Ustedes creen que alguno de estos tíos quiera tomarle fotos a nuestras vaginas?
- No lo sé. ¿Están muy peludas?
- ¿Qué dicen? -Agregó Roxana, luego de un prolongado silencio.
- Habría que preguntarles -sugerí.
No me gustaba para nada la idea, pero estaba ebria hasta la médula, así me quedé pensando en aquella palabra: bragas. Braguitas. Bragueta. Ansiaba comerme a Miriam. Definitivamente, ansiaba tocarla. Y mojar mi cara en su vagina pelada. Sí. Ansiaba sobretodo eso, lamerla. Lamerla toda. Y pensaba en ello mientras veía a Roxana (aquella chica de pequeña estatura, ojos verdes y azules y pelo pintado de rojo) pagar algunas de las cervezas y tambalearse ante la estupefacción y la cara de todos esos tipos atónitos y viejos borrachos de las Torres de Limatambo al oscurecer. Y me sentía en la más mínima expresión. Me sentía obsesionada. Me daba asco a mí misma, mientras caminábamos entre aquellos edificios altos por la noche, y mientras Roxana (fuera de sí, completamente fuera de sí) prendía un cigarrillo tras otro. Y los encadenaba. Y por momentos prendía gordos canutos de marihuana riposa que todas fumábamos porque estábamos ebrias, cansadas del sol de febrero, del calor del verano de 1998, del Fenómeno de el Niño y todo ese rollo. Porque ella (Roxana) iba a ser madre. Y había decidido no abortar. Y encima había logrado mantenerse de pié todo este tiempo, sin tropezarse ni una sola vez en el camino. Roxana era fuerte, decidida. Roxana se aventuraba. Y yo estaba enamorada de Miriam. Pensando que ella cada minuto. Imaginando que íbamos a ser felices. Que viviríamos en aquella estúpida casa de campo, fuera de los dominios de las Torres de Limatambo durante el anochecer. Y ella sería poeta (o lo que quisiera ser) y yo sería socialista o feminista o trabajaría en una ONG dedicada a cosas importantes, como la familia peruana, o los derechos del ama de casa, antes de usar prótesis al momento de hacer el amor con ella.
Nos ocultamos debajo de unas escaleras y el humo.
- ¡Eh! ¡Miriam! ¡Vamos!
- ¿Qué? ¿A dónde?
- Mmm, vamos a mi casa.
- ¡A tú casa! ¡Qué!
- Sí, vamos... Breña no está muy lejos.
Miriam rió:
- Estás loca.
Esperé un par de minutos. Todo nos daba vueltas.
- Roxana, ¡vamos! -Grité.
- ¿A dónde, Lili? -respondió, minutos más tarde.
- A mi casa, vamos...
Hubo unos segundos congelados donde ambas, Miriam y yo, desesperadamente nos tomamos de la mano.
- Y en tu casa... en Breña... ¿hay algo?
- ¿Algo como qué? ¿De beber?
- Sí... Lili, ¿hay allí algo qué beber?
Miré a Miriam. Ella me apretó fuerte la mano. Me apoyé contra la pared rojiza de uno de los edificios urbanos de las Torres de Limatambo, y de pronto pensé en eso y le dije:
- Sí, definitivamente quedará algo de vodka de la vez pasada, estoy casi segura.
Roxana estaba sentada en la vereda, a los pies de las escaleras de uno de los edificios. Mientras la gente pasaba por allí, nos miraban, y Roxana se encontraba agazapada, cubierta por la oscuridad de la noche.
Miriam me miró.
Yo lancé varias miradas al cielo, cubierto de estrellas apenas visibles durante el día. De pronto, de alguno de aquellos departamentos salía música de moda. Miriam sonrió y yo hice lo mismo. Mentalmente nos pusimos a bailar.
Le susurré al oído:
- ¡Vamos!
Miriam negó con la cabeza.
- No tengo ganas, Lili.
- ¿Por qué no?
- Eh... No lo sé.
Miré a mi alrededor.
- Confía en mí. Vamos.
No me miraba a los ojos, Miriam tenía la cabeza gacha y no me miraba.
- Simplemente no tengo ganas.
La tensión subió de mis rodillas a mi cerebro, lleno de cocaína. Mis hormonas oscilaban. De pronto me encontraba frustrada.
- Lili, estoy ebria... -aseguró.
Movía su cabeza a ambos lados tratando de alcanzar algo de lucidez. De pronto estaba llorando. Gemía amargamente y Roxana también se echó a llorar (o puede ser que llorara desde hacía días). Yo saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado, y me puse a fumar.
4.
- Pero qué les pasa, chicas, por Dios.
Después de varios minutos (en los cuales escupí, sentí rabia, y lloré) Roxana balbuceó con la voz entrecortada:
- No soporto más esto -sacudiendo fuerte su cabeza-. Me voy a casa.
Yo sabía de antemano que ella no iba allí desde hacía meses.
- ¿Y dónde es que vives? -le pregunté, interesada en el taxi y en las posibilidades de que me jale.
- En Salamanca.
Roxana se puso de pié, tambaleante. Sacudió su pantalón viejo y desgastado. Había pasado como una hora. Miriam y Roxana se miraron, largo rato. Luego se abrazaron. Yo me encontraba allí circunstancialmente.
- Bueno, creo que yo mejor me voy.
Caminé un par de metros y esperé a que terminaran de hablar. Miriam y Roxana intercambiaban una serie de oraciones. Se abrazaban. Por igual, ambas se tomaron de las manos. Se volvieron a besar. En la frente, en las mejillas. Conque la cosa se puso extraña y yo me fui.
- ¡Lili!
- ¿Qué pasó?
Había salido ya de las Torres de Limatambo. Era medianoche.
- Te jalo hasta por allí, ¿qué dices?
- Me parece bien.
- ¿Y tú? -Preguntó Roxana- ¿qué vas a hacer, Miriam?
- No sé, ¿qué hay para hacer?
Ambas me miraron. Conque les pregunté:
- ¿Qué? Miriam, ¿vas a seguir chupando?
- Eh... Puede ser.
Enmudecí.
- ¿No te pareció suficiente?
- Bueno -balbuceó-, es eso o quedarme aquí ¿verdad?
Roxana detuvo un taxi.
- Vengan, las dejaré botadas por ahí.
La situación de Roxana era jodida. Pero aún así, prendió un enorme y verde canuto en el taxi.
5.
Una tarde de sol de 1998, cerca a Marzo o Abril, o Mayo, caminamos alegremente por una playa lejos de Lima, en La Punta. Terminaba el verano, y Miriam y yo anduvimos un largo trecho agazapadas, mirando a los bañistas incautos y a los pescadores de peces muertos en el fondo del océano. Una larga lista de cosas pasaban por mi cabeza esa tarde de sol, de playa y de piedras hostiles, piedras que nos acompañaban de lejos y de cerca, debajo de nuestros adoloridos pies, mientras nos bañábamos en un mar helado y nos besábamos.
Siempre consideré a Miriam hermosa. Mucho más bonita que yo: de tetas caídas y pequeñas, de piel oscura, de caderas mal formadas y estrías. Y cuando estaba con ella no podía hacer otra cosa sino pensar en lo hermosa que era, en lo suave y en lo cuidada que estaba su piel, etc. Conque contemplamos el día y el sol. Nos metimos al mar unas tres veces, y bebimos cervezas en lata y comimos el pan que compramos con anticipación, en un supermercado de la capital.
Luego se hizo tarde, y el crepúsculo nos encontró escondiéndonos del viento, en la punta redonda del malecón, donde se ven claramente aquellas islas y el cielo, enorme y deforme, de colores cálidos durante el atardecer. Cenamos cuando se hizo de noche en un restaurante donde nos cobraron veinticinco soles por una jalea para dos que no valía la pena, y seguimos bebiendo cerveza. Nos largamos a un HOSTAL cerca al Callao que no nos dice nada, de habitaciones más o menos baratas, de tina y baños limpios e incluso podemos llevar algo de comida. Conque prendemos la televisión y nos peleamos.
No recuerdo muy bien de qué peleamos aquella vez, pero peleamos. Lo que sí recuerdo bien son todas las demás peleas, discusiones, arrebatos de pasión estúpidos, peleas sin importancia y peleas importantes. Peleas que no recuerdo como la del HOSTAL, o aquella vez que le hice un lío por hablar con una mujer vieja sin bikini, que resultó ser su tía, o su abuela, o algo por el estilo. Y no recuerdo bien qué pasó después, pero la televisión estaba prendida, y teníamos canales pornos, donde una tía gorda y asquerosa se la mamaba a un tío realmente muy bueno y de enormes atributos que se corría con especial rapidez. Y la mujer gorda se tragaba su semen como si fuera miel, y era algo que realmente no quería ver, pero lo hacía. Por molestar, o porque simplemente no había nada más que ver en otro canal. Y a parte siempre me ha interesado la industria del porno y todo eso, bla, bla, bla...
La cuestión es que Miriam se duchaba, y yo veía aquella película porno sin interesarme por nada en especial, y me eché en la cama, y me desnudé, y me cubrí con las sábanas verdes. Ardería por otra noche de placer, pero ya es tarde, pensé. Es tarde, y el sexo es siempre lo de menos. Lo importante es la necesidad con que requieres a otra persona y la complacencia con la que esta se entrega a ti. Y esa noche, antes de terminar para siempre (quizá por inercia, o por amor, o porque no podíamos seguir así) Miriam me prestó por unos minutos más su cuerpo bronceado, angustiado y doloroso, completamente desnudo y fresco, después de una ducha de agua tibio. Se metió en la cama con las luces apagas y no dejé de tocarla, de comerle sus senos y su ombligo y su vagina, completamente afeitada. Y le metí los dedos, y ella gimió. Y se separó de piernas hasta después de un rato, cuando nos corrimos, nos besamos. Y no volvimos a estar juntas nunca más.
En el local dentro de Las Torres de Limatambo (sucio, bullicioso) donde Roxana, Miriam y yo conversamos, ponen música que es Nueva Ola durante toda la tarde. Cerca de las seis, nosotras sostenemos con fuerza vasos de cerveza helada mientras alrededor nuestro hay viejos tíos de cabelleras hundidas, y voces estereofónicas que por momentos hablan de Roxana y de Miriam como si fueran valiosas piezas de sexo (a pesar de su mal aspecto, y el sol, ¿o es precisamente por sus ojeras y por su piel blanca y resinosa?) y solo después de breves minutos de desconcierto y de intoxicación, reconozco entre conversaciones absurdas la voz gangosa de César Hichicaua que sale del viejo aparato del tipo, que en este instante atiende la mesa y se ríe. Y yo, mientras tanto, les digo a Roxana y a Miriam que todo va bien, que de seguro son Los Doltons y que ciertamente estamos a salvo en un lugar como este.
- Pero qué lugar tan horrible -balbucea Roxana, mientras sorbe otra vez su vaso y nos mira.
Miriam se ríe. Y después me lanza una de aquellas miradas que me ponen la piel de gallina, y tengo que cruzar las piernas.
Luego, Roxana agrega:
- Tú no lo sabías, Lili -señalándome con uno de los dedos que mantiene firmes, mientras bebe su cerveza helada y fuma-. Pero yo tenía mucho frío, demasiado frío -eructa, despidiendo una bola de humo por su boca, y otra vez balbucea- y estaba con resaca... -se tambalea, hace un par de movimientos, y después se cae- estaba terriblemente mal a las cinco y media de la mañana -dice-, la única maldita hora en todo el día donde los vientos huracanados del sur se cuelan hasta llegar a la ventana de tu segundo piso en Breña... -Miriam y yo nos miramos, aguardamos con los ojos muy abiertos y después Roxana nos hace temblar- Pensé que habría un ventilador, ya sabes, en tu sala, o en tu cocina, o en el comedor de tu casa, en fin... en alguna parte, pero no -Roxana grita- ¡no había nada! -Aguarda un segundo y después continúa- Me levanté del piso como pude, Dios mío, no era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa, pero tenía esa sensación...
Hay un segundo de completo y absurdo silencio en la que todos en el local aguardan inmóviles. Miriam sonríe lo más que puede, y se ríe. Coloco mi mano en una de las piernas de Miriam. Roxana sujeta aquella papelina llena de cocaína y se la lleva al baño de prisa. ¿Estaría incómoda? Le pregunté a Miriam si ella tendría sexo con nosotras.
Miriam rió:
- ¡Pero qué dices Lili!-Retiró mi mano, y agregó- ¿Me estás jodiendo, no?
Pensé un segundo en ello.
- ¡No!... ¡tú eres la que me está jodiendo!
Intenté estamparle un beso, pero eso no funcionó. Pude sentir bien que algunos de los tíos volteaban a mirar la escena conmovidos. Podía ver ese brillo en los ojos castaños de Miriam. Me erguí. Escabullí mis dedos dentro de su faldita veraniega.
- No llevas calzón... -murmuré-, eres un perra.
Miriam me enseñó sus dientes. Cruzó ambas piernas y esperó a que Roxana regresara por lo que quedaba de cerveza.
- El último sorbo siempre es el peor -increpé.
Entonces me puse a hablarles de sexo, y les recordé aquella vez cuando estábamos viendo películas mientras caían bombas en Sarajevo. Ambas me miraron extrañadas. Roxana dijo en voz alta:
- Oye, Miriam, creo que tu amiguita se me está insinuando.
A lo que Miriam dijo:
- No me digas nada. Yo ni siquiera llevo bragas.
Roxana nos hizo una de aquellas bromas extrañas.
- Hay que tomarle fotos a nuestras peludas vaginas, vamos. ¿Qué dicen?
- ¿Ustedes creen que alguno de estos tíos quiera tomarle fotos a nuestras vaginas?
- No lo sé. ¿Están muy peludas?
- ¿Qué dicen? -Agregó Roxana, luego de un prolongado silencio.
- Habría que preguntarles -sugerí.
No me gustaba para nada la idea, pero estaba ebria hasta la médula, así me quedé pensando en aquella palabra: bragas. Braguitas. Bragueta. Ansiaba comerme a Miriam. Definitivamente, ansiaba tocarla. Y mojar mi cara en su vagina pelada. Sí. Ansiaba sobretodo eso, lamerla. Lamerla toda. Y pensaba en ello mientras veía a Roxana (aquella chica de pequeña estatura, ojos verdes y azules y pelo pintado de rojo) pagar algunas de las cervezas y tambalearse ante la estupefacción y la cara de todos esos tipos atónitos y viejos borrachos de las Torres de Limatambo al oscurecer. Y me sentía en la más mínima expresión. Me sentía obsesionada. Me daba asco a mí misma, mientras caminábamos entre aquellos edificios altos por la noche, y mientras Roxana (fuera de sí, completamente fuera de sí) prendía un cigarrillo tras otro. Y los encadenaba. Y por momentos prendía gordos canutos de marihuana riposa que todas fumábamos porque estábamos ebrias, cansadas del sol de febrero, del calor del verano de 1998, del Fenómeno de el Niño y todo ese rollo. Porque ella (Roxana) iba a ser madre. Y había decidido no abortar. Y encima había logrado mantenerse de pié todo este tiempo, sin tropezarse ni una sola vez en el camino. Roxana era fuerte, decidida. Roxana se aventuraba. Y yo estaba enamorada de Miriam. Pensando que ella cada minuto. Imaginando que íbamos a ser felices. Que viviríamos en aquella estúpida casa de campo, fuera de los dominios de las Torres de Limatambo durante el anochecer. Y ella sería poeta (o lo que quisiera ser) y yo sería socialista o feminista o trabajaría en una ONG dedicada a cosas importantes, como la familia peruana, o los derechos del ama de casa, antes de usar prótesis al momento de hacer el amor con ella.
Nos ocultamos debajo de unas escaleras y el humo.
- ¡Eh! ¡Miriam! ¡Vamos!
- ¿Qué? ¿A dónde?
- Mmm, vamos a mi casa.
- ¡A tú casa! ¡Qué!
- Sí, vamos... Breña no está muy lejos.
Miriam rió:
- Estás loca.
Esperé un par de minutos. Todo nos daba vueltas.
- Roxana, ¡vamos! -Grité.
- ¿A dónde, Lili? -respondió, minutos más tarde.
- A mi casa, vamos...
Hubo unos segundos congelados donde ambas, Miriam y yo, desesperadamente nos tomamos de la mano.
- Y en tu casa... en Breña... ¿hay algo?
- ¿Algo como qué? ¿De beber?
- Sí... Lili, ¿hay allí algo qué beber?
Miré a Miriam. Ella me apretó fuerte la mano. Me apoyé contra la pared rojiza de uno de los edificios urbanos de las Torres de Limatambo, y de pronto pensé en eso y le dije:
- Sí, definitivamente quedará algo de vodka de la vez pasada, estoy casi segura.
Roxana estaba sentada en la vereda, a los pies de las escaleras de uno de los edificios. Mientras la gente pasaba por allí, nos miraban, y Roxana se encontraba agazapada, cubierta por la oscuridad de la noche.
Miriam me miró.
Yo lancé varias miradas al cielo, cubierto de estrellas apenas visibles durante el día. De pronto, de alguno de aquellos departamentos salía música de moda. Miriam sonrió y yo hice lo mismo. Mentalmente nos pusimos a bailar.
Le susurré al oído:
- ¡Vamos!
Miriam negó con la cabeza.
- No tengo ganas, Lili.
- ¿Por qué no?
- Eh... No lo sé.
Miré a mi alrededor.
- Confía en mí. Vamos.
No me miraba a los ojos, Miriam tenía la cabeza gacha y no me miraba.
- Simplemente no tengo ganas.
La tensión subió de mis rodillas a mi cerebro, lleno de cocaína. Mis hormonas oscilaban. De pronto me encontraba frustrada.
- Lili, estoy ebria... -aseguró.
Movía su cabeza a ambos lados tratando de alcanzar algo de lucidez. De pronto estaba llorando. Gemía amargamente y Roxana también se echó a llorar (o puede ser que llorara desde hacía días). Yo saqué de mi bolsillo un cigarrillo arrugado, y me puse a fumar.
4.
- Pero qué les pasa, chicas, por Dios.
Después de varios minutos (en los cuales escupí, sentí rabia, y lloré) Roxana balbuceó con la voz entrecortada:
- No soporto más esto -sacudiendo fuerte su cabeza-. Me voy a casa.
Yo sabía de antemano que ella no iba allí desde hacía meses.
- ¿Y dónde es que vives? -le pregunté, interesada en el taxi y en las posibilidades de que me jale.
- En Salamanca.
Roxana se puso de pié, tambaleante. Sacudió su pantalón viejo y desgastado. Había pasado como una hora. Miriam y Roxana se miraron, largo rato. Luego se abrazaron. Yo me encontraba allí circunstancialmente.
- Bueno, creo que yo mejor me voy.
Caminé un par de metros y esperé a que terminaran de hablar. Miriam y Roxana intercambiaban una serie de oraciones. Se abrazaban. Por igual, ambas se tomaron de las manos. Se volvieron a besar. En la frente, en las mejillas. Conque la cosa se puso extraña y yo me fui.
- ¡Lili!
- ¿Qué pasó?
Había salido ya de las Torres de Limatambo. Era medianoche.
- Te jalo hasta por allí, ¿qué dices?
- Me parece bien.
- ¿Y tú? -Preguntó Roxana- ¿qué vas a hacer, Miriam?
- No sé, ¿qué hay para hacer?
Ambas me miraron. Conque les pregunté:
- ¿Qué? Miriam, ¿vas a seguir chupando?
- Eh... Puede ser.
Enmudecí.
- ¿No te pareció suficiente?
- Bueno -balbuceó-, es eso o quedarme aquí ¿verdad?
Roxana detuvo un taxi.
- Vengan, las dejaré botadas por ahí.
La situación de Roxana era jodida. Pero aún así, prendió un enorme y verde canuto en el taxi.
5.
Una tarde de sol de 1998, cerca a Marzo o Abril, o Mayo, caminamos alegremente por una playa lejos de Lima, en La Punta. Terminaba el verano, y Miriam y yo anduvimos un largo trecho agazapadas, mirando a los bañistas incautos y a los pescadores de peces muertos en el fondo del océano. Una larga lista de cosas pasaban por mi cabeza esa tarde de sol, de playa y de piedras hostiles, piedras que nos acompañaban de lejos y de cerca, debajo de nuestros adoloridos pies, mientras nos bañábamos en un mar helado y nos besábamos.
Siempre consideré a Miriam hermosa. Mucho más bonita que yo: de tetas caídas y pequeñas, de piel oscura, de caderas mal formadas y estrías. Y cuando estaba con ella no podía hacer otra cosa sino pensar en lo hermosa que era, en lo suave y en lo cuidada que estaba su piel, etc. Conque contemplamos el día y el sol. Nos metimos al mar unas tres veces, y bebimos cervezas en lata y comimos el pan que compramos con anticipación, en un supermercado de la capital.
Luego se hizo tarde, y el crepúsculo nos encontró escondiéndonos del viento, en la punta redonda del malecón, donde se ven claramente aquellas islas y el cielo, enorme y deforme, de colores cálidos durante el atardecer. Cenamos cuando se hizo de noche en un restaurante donde nos cobraron veinticinco soles por una jalea para dos que no valía la pena, y seguimos bebiendo cerveza. Nos largamos a un HOSTAL cerca al Callao que no nos dice nada, de habitaciones más o menos baratas, de tina y baños limpios e incluso podemos llevar algo de comida. Conque prendemos la televisión y nos peleamos.
No recuerdo muy bien de qué peleamos aquella vez, pero peleamos. Lo que sí recuerdo bien son todas las demás peleas, discusiones, arrebatos de pasión estúpidos, peleas sin importancia y peleas importantes. Peleas que no recuerdo como la del HOSTAL, o aquella vez que le hice un lío por hablar con una mujer vieja sin bikini, que resultó ser su tía, o su abuela, o algo por el estilo. Y no recuerdo bien qué pasó después, pero la televisión estaba prendida, y teníamos canales pornos, donde una tía gorda y asquerosa se la mamaba a un tío realmente muy bueno y de enormes atributos que se corría con especial rapidez. Y la mujer gorda se tragaba su semen como si fuera miel, y era algo que realmente no quería ver, pero lo hacía. Por molestar, o porque simplemente no había nada más que ver en otro canal. Y a parte siempre me ha interesado la industria del porno y todo eso, bla, bla, bla...
La cuestión es que Miriam se duchaba, y yo veía aquella película porno sin interesarme por nada en especial, y me eché en la cama, y me desnudé, y me cubrí con las sábanas verdes. Ardería por otra noche de placer, pero ya es tarde, pensé. Es tarde, y el sexo es siempre lo de menos. Lo importante es la necesidad con que requieres a otra persona y la complacencia con la que esta se entrega a ti. Y esa noche, antes de terminar para siempre (quizá por inercia, o por amor, o porque no podíamos seguir así) Miriam me prestó por unos minutos más su cuerpo bronceado, angustiado y doloroso, completamente desnudo y fresco, después de una ducha de agua tibio. Se metió en la cama con las luces apagas y no dejé de tocarla, de comerle sus senos y su ombligo y su vagina, completamente afeitada. Y le metí los dedos, y ella gimió. Y se separó de piernas hasta después de un rato, cuando nos corrimos, nos besamos. Y no volvimos a estar juntas nunca más.